No me interesa la pintura del pintor que demuestra con ella lo bien que pinta, ejercicios de habilidad artesanal sin más atracción que la propia destreza técnica. Pinto tratando de aprehender lo que es una obra plástica, buscando el sentido de aquello que me he propuesto plantear en los primeros bocetos y fotografías de las que parto; la evolución de la obra -incluso en lo que atañe a sus aspectos más generales- no se debe detener en esos incipientes momentos sino que debe seguir produciéndose en paralelo a su propia ejecución, impulsando así la aparición de sucesos o elementos imprevistos que en un determinado momento la pueden enriquecer considerablemente –ya sea ampliando o incluso modificando las intenciones iniciales-.
Progresivamente además he ido abandonando el concepto del estilo, una atadura más que en ocasiones nos atenaza con el fin de crear un sello propio, reconocible de manera irreversible ante los ojos de los demás. Es el tema, la situación o lo que queramos contar con nuestra obra lo que determinará la técnica, el formato, el grado de acabado, el tratamiento de la propia superficie y la estructura de la misma –entre otros tantos aspectos-; es de esta manera cómo nuestro trabajo puede fluir con mayor libertad, encaminando nuestras ideas y nuestro discurso –que varía indefectiblemente a lo largo de los años- de la manera más honesta posible, no pensando en el efecto que pueda causar en el espectador sino en ser consecuente con la manera en que queramos traducir a un lenguaje artístico y formal unos planteamientos –en su origen- totalmente conceptuales e intelectualizados.
